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24 abril 2013

Capítulo 1. Génesis

6:15 de la mañana. Otro lunes despertaba en Barcelona. Antes de que sonara la alarma de mi móvil, ya estaba en pié. Desde que me habían cambiado el horario en el trabajo, me había acostumbrado a estar despierto a esas horas y ya no era capaz de dormir más allá de las ocho de la mañana ni aunque fuera festivo y la noche anterior hubiera salido a echar unas cervezas con los colegas. Llevaba ya tanto tiempo realizando las mismas tareas de forma autómata que, a veces, no llegaba a despertarme hasta llegar a la mitad de mi trayecto en el metro. Ducha, café, revisión del servidor de archivos, comprobación de temperaturas de los discos y del procesador, estado de la memoria.
Ashita, que así es como llamaba a mi ordenador personal, llevaba tres años conmigo. Lo quería como a un hijo, pues lo había montado yo mismo pieza a pieza. Durante el tiempo que habíamos estado juntos sólo tuve que apagarlo dos veces, la primera cuando se fue a luz en el edificio donde vivía. La segunda, después de varias horas sufriendo por conocer los daños de aquel corte de luz, cuando le puse un SAI para que no volviera a pasar.
Hacía años que trabajaba con ordenadores, más de veinte, así que sabía que no podía dejar que a mi pequeño lo gobernara cualquier sistema operativo, así que diseñé uno especialmente para él. Era compatible con todos los sistemas de archivos conocidos en aquel momento, pero con un sistema de cifrado tan potente que aún nadie había sido capaz de descifrar un pequeño archivo de texto. Para comprobar que la seguridad era la adecuada, había lanzado un reto a la comunidad hacker de la red para que consiguieran reventarla. De eso hacía ya más de año y medio. Por si eso fuera poco, el sistema de comunicación viajaba cifrado, no había nada que pudiera hacer y que pudiera ser rastreado por ningún gobierno, ni siquiera el norteamericano. En pocas palabras, para los ojos de cualquier usuario domestico normal, era invisible. Incluso para grandes administradores de redes o sistemas lo hubiera sido, sino fuera por el pequeño blog que tenía en la red en el que les daba pequeños consejos de configuración y seguridad. Para ellos, era Admoroux.

- Buenos días, Fran. – dijo una voz detrás del mostrador de entrada. – No haces muy buena cara, ¿estás bien?
- Buenos días, Silvia. Sí, no te preocupes, ya sabes que los lunes no suelo ser persona hasta el tercer café. – le dije mirándole a sus enormes ojos marrón oscuro. Silvia era una chica, de no más de 25 años, bella, con una sonrisa como pocas podrías ver en vida, un cuerpo de vértigo, una mente prodigiosa y dos licenciaturas y un máster en el extranjero. Había tenido que conformarse con un trabajo que no se ajustaba a sus capacidades ni su preparación. En aquel momento, la grave crisis económica por la que cruzábamos estaba llegando a su punto más alto y más cruel, pero ella siempre salía a flote de todas las situaciones. A parte de su puesto de recepcionista, le había conocido, por lo menos, siete trabajos más. A veces la encontraba en el bar de Lulo, poniendo copas, enfundada en una camiseta de los Ramones y unos shorts que dejaban al descubierto sus preciosas piernas. Otras veces la había visto en la lonja del puerto, limpiando pescado, hasta a penas una hora antes de empezar su turno en la oficina. Por las tardes, ayudaba en una tienda del barrio como dependienta.

Trabajaba tranquilo para una consultora informática, otra de tantas que explotan a los jóvenes informáticos con talento para que saquen el trabajo de ingenieros al menor precio posible. Yo estaba contento, con un trabajo así no tenía apenas responsabilidades y eso me daba cierta libertad de la que Toni no podía disponer, pues ser coordinador no era nada sencillo. Por suerte o por desgracia, el chaval, aún siendo más joven que yo, me caía bien y procuraba ayudarle en todo lo que podía, con lo que las tareas de coordinador las compartíamos pero sin que yo tuviera una sola de las responsabilidades.

Una mañana como cualquier otra, Toni me llamó diciéndome que no podría ir a trabajar ese día y que, por favor, volviera a cubrir sus tareas como otras tantas veces hiciera. La llamada me mosqueó bastante, no por la petición en sí, pues ya estaba acostumbrado y aunque no cobraba un extra por esas tareas, siempre se lo curraba conmigo y me invitaba a comer o me traía gadgets que tan bien sabía que me encantaban, sino por el tono de su voz. No discuto que era realmente Toni el que estaba al otro lado de la línea telefónica, pero el temblor que se apreciaba en su voz no era nada habitual y menos en él. Procuré tranquilizarlo todo lo que pude, dejándole claro que volvería a hacerme cargo de la oficina sin problemas y que ya le pasaría el correspondiente informe al final del día para que estuviera informado de todo. Esto era ya una rutina para nosotros, pues muchos días tenía que faltar por reuniones o viajes de última hora, así que ya lo tenía asumido. Justo antes de colgar, me dijo algo que me dejó realmente preocupado.
- Cuida del gato, por favor, ya sabes que es muy delicado. – me dijo con una voz más cercana al miedo que a la preocupación.
- Por supuesto, descuida. – le contesté sin saber muy bien porqué.
Toni no tenía gato. Es más, era alérgico al pelo de casi cualquier animal. No era nada normal que me dijera, precisamente, que cuidara del gato.
Toni, además, era muy propenso a realizar juegos de seguridad informática del tipo “sigue la pista” para que los técnicos nos fuéramos entrenando en tecnologías de desencriptación de datos y seguridad de redes. De esta manera, se aseguraba de que el valor de sus trabajadores ascendiera sin que eso implicara un aumento de sueldo. Por suerte o por desgracia, y debido a mi pasado algo turbio, él sabía que el mejor en estos juegos era yo.

Cuando tenía sólo 15 años, los ordenadores empezaron a convertirse en el centro de mi vida. Me apasionaban de tal manera que era capaz de estar muchísimas horas sin darme cuenta delante de uno de ellos. Además, por aquel entonces, tenía un amigo, Jorge, que estaba algo más adelantado que yo en el tema de internet. Aún no había estallado el boom en nuestro país y las conexiones a la red de redes eran por módems muy lentos en comparación a las velocidades actuales. Las redes no tenían el nivel de seguridad que hay ahora y pinchar una línea de teléfono desde una caja de conexiones o desde un poste era una tarea bastante sencilla.
Como los dos éramos muy inquietos, el acceso a otros ordenadores desde el nuestro se había convertido en uno de nuestros hobbies favoritos. Con el tiempo fui aumentando mis conocimientos de programación y de seguridad informática, en especial me encantaba todo lo que tenía que ver con la desprotección de programas y datos y la criptografía. Era todo un vicio. Una vez empezaba con un reto, no podía parar. Esta obsesión estuvo a punto de traerme problemas graves.

Cuando tenía sobre los 20 años, empecé a trabajar en un cibercafé del pueblo. El trabajo era sencillo: dar el cambio, poner el tiempo en los ordenadores y procurar que los equipos no fallaran. Entonces fue cuando conocí a Miguel, un chico varios años mayor que yo, que vino a verme para ofrecerme trabajo con él en otro cibercafé. Acepté el cambio porque el sueldo era sustancialmente más alto que le que tenía en ese momento y el trabajo iba a ser el mismo, así que no lo dudé ni un segundo. A los pocos días de empezar a trabajar con él, me confesó que me había visto trabajar en mis cosas en los ratos libres que tenía entre cliente y cliente y se había fijado en que prácticamente siempre estaba programando. Poco a poco me fue presentando a más gente que hacía cosas como yo, fue entonces cuando empecé a ser consciente de que me había convertido en un hacker.

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