Erase que se era, cuando la Tierra no era más que arena y
agua, y las verdes praderas y los frondosos árboles cubrían su piel, ocurrió
esta historia que os voy a contar. En un valle verde, lleno de frutales y
tierra fértil, donde los animales vivían libres y en armonía, vivían los
Yakats, un poblado pacífico, que trabajaba la tierra y basaban su vida en vivir
en sintonía con la Madre Natura. Entre ellos vivía Rinaam, una chiquilla de 8
años de edad, con ojos vivaces y sonrisa plena, que traía locos a los jefes, pues
era muy curiosa y traviesa, a la par que alegre y juguetona, y siempre se metía
en líos.
Una tarde de verano, con un Sol radiante y fiero en lo alto del cielo,
Rinaam escuchó un joven petirrojo que gorjeaba en lo alto de una rama de un
cerezo que había a pocos pasos del poblado. Ella, siempre tan curiosa, se
sintió atraída por ese sonido, y lo buscó por entre las ramas hasta que dio con
él. Se subió al cerezo y se encaramó a la rama, sigilosa, con afán de conseguir
atraparlo, pues el gorjeo del petirrojo le emocionaba y lo quería para ella.
Sin prestar atención a nada más, se abalanzó sobre él y la fina rama que
soportaba sin problemas el peso del pajarillo, cedió ante su peso y cayó al
suelo con ella. Durante la caída, al coger al ave desprevenida, Rinaam la atrapó
con tal fuerza que le quebró un ala. Al golpear el suelo, su brazo también se
quebró, y le obligó a gritar con fuerza por el dolor. Tapo, el jefe de la tribu
y padre de Rinaam, salió corriendo hacia ella, pues nunca le quitaba ojo de
encima, y la encontró en el suelo, con el brazo roto y en la mano el petirrojo
que piaba también de dolor.
- -
¿Qué has hecho, hija mía? – le preguntó con voz
solemne.
- -
Nada, papá. Quería coger este pajarillo porque
me gustaba su canto, pero la rama se partió y me caí al suelo – contestó con
lágrimas en los ojos.
Tapo, que era fuerte y cuidadoso, la cogió en brazos y la
llevó al poblado sin decirle nada más. Una vez allí, la curandera le puso un ungüento
para calmar el dolor y desinfectar la herida y, con la ayuda de dos bastones
sacados de la misma rama del cerezo que había partido, le vendó el brazo dejándolo
inmovilizado.
- -
Por favor, Sioni, cura también al pajarito, pues
no tiene la culpa de mi torpeza – le
rogó a la curandera.
rogó a la curandera.
Sioni, que era ya vieja y sabia, hizo lo propio con el
petirrojo, dejando a ambos vendados. Tapo, mientras, hizo una jaula de madera
para el pájaro pudiera recuperarse de la herida y le dijo a su hija:
- -
Ya que no tuviste en cuenta las magnitudes de tu
acto, te harás responsable de este petirrojo hasta que ambos estéis curados.
Durante los primeros días después del incidente, Rinaam
estaba triste y a penas se movía por el poblado. Pareciera que su alegría se
partiera igual que lo hiciera su brazo. Pero allá por donde iba, llevaba
siempre la jaula de Fiu, el nombre que le puso al pájaro. Éste, no obstante, no
dejaba de cantar y cantar, cada vez más alegre y más fuerte, a pesar de estar
en cautividad y con el ala partida. Esto, que para Fiu era totalmente natural,
le extrañaba cada vez más a Rinaam, pues ella creía que no podría sonreír ni
jugar debido al dolor que sentía.
Una tarde, mientras lo miraba con una mezcla de enojo y
curiosidad, le preguntó a Fiu:
- -
¿Por qué no dejas de cantar? El ala debería
dolerte igual que a mí pero parece que estés contento de estar así.
Fiu, extrañado, le contestó:
- -
¿Y por qué no debería cantar? Es parte de mi
naturaleza y sé que el ala se recuperará y volveré a volar como lo hacía antes.
- -
Pero, ¿no te duele ni lo más mínimo? – le
preguntó enfadada y celosa.
- -
Claro que me duele, pero el dolor de no cantar y
estar alegre sería mayor que éste y no es algo que quiera permitirme. Las
heridas sanan con el tiempo, y preocuparse de algo que se solucionará por sí
solo es totalmente inútil.
Rinaam, que aunque joven aprendía deprisa, escuchó muy
atenta las palabras de aquel pequeño petirrojo y decidió hacer como él:
volvería a corretear y jugar alegre, junto al canto de su nuevo amigo, al menos
hasta que se le curara el brazo.
Los días pasaron entre juegos y gorjeos y no volvió a pensar
en el brazo hasta el día que Sioni los llamó a ambos para quitarles los
vendajes. Y fue así, al verse sin vendaje y poder volver a usar su brazo, como
se dio cuenta de las palabras que Fiu le dijo aquél día:
“No importa el tiempo que tarde una herida en curarse, lo
importante es no perder la sonrisa ni quedarse en el dolor, pues sonriendo al
tiempo la herida no dolerá tanto y se hará más amena la espera”.
0 comentarios:
Publicar un comentario