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08 abril 2013

El petirrojo

Erase que se era, cuando la Tierra no era más que arena y agua, y las verdes praderas y los frondosos árboles cubrían su piel, ocurrió esta historia que os voy a contar. En un valle verde, lleno de frutales y tierra fértil, donde los animales vivían libres y en armonía, vivían los Yakats, un poblado pacífico, que trabajaba la tierra y basaban su vida en vivir en sintonía con la Madre Natura. Entre ellos vivía Rinaam, una chiquilla de 8 años de edad, con ojos vivaces y sonrisa plena, que traía locos a los jefes, pues era muy curiosa y traviesa, a la par que alegre y juguetona, y siempre se metía en líos. 
Una tarde de verano, con un Sol radiante y fiero en lo alto del cielo, Rinaam escuchó un joven petirrojo que gorjeaba en lo alto de una rama de un cerezo que había a pocos pasos del poblado. Ella, siempre tan curiosa, se sintió atraída por ese sonido, y lo buscó por entre las ramas hasta que dio con él. Se subió al cerezo y se encaramó a la rama, sigilosa, con afán de conseguir atraparlo, pues el gorjeo del petirrojo le emocionaba y lo quería para ella. Sin prestar atención a nada más, se abalanzó sobre él y la fina rama que soportaba sin problemas el peso del pajarillo, cedió ante su peso y cayó al suelo con ella. Durante la caída, al coger al ave desprevenida, Rinaam la atrapó con tal fuerza que le quebró un ala. Al golpear el suelo, su brazo también se quebró, y le obligó a gritar con fuerza por el dolor. Tapo, el jefe de la tribu y padre de Rinaam, salió corriendo hacia ella, pues nunca le quitaba ojo de encima, y la encontró en el suelo, con el brazo roto y en la mano el petirrojo que piaba también de dolor.
-         - ¿Qué has hecho, hija mía? – le preguntó con voz solemne.
-         - Nada, papá. Quería coger este pajarillo porque me gustaba su canto, pero la rama se partió y me caí al suelo – contestó con lágrimas en los ojos.
Tapo, que era fuerte y cuidadoso, la cogió en brazos y la llevó al poblado sin decirle nada más. Una vez allí, la curandera le puso un ungüento para calmar el dolor y desinfectar la herida y, con la ayuda de dos bastones sacados de la misma rama del cerezo que había partido, le vendó el brazo dejándolo inmovilizado.
-         - Por favor, Sioni, cura también al pajarito, pues no tiene la culpa de mi torpeza – le
rogó a la curandera.
Sioni, que era ya vieja y sabia, hizo lo propio con el petirrojo, dejando a ambos vendados. Tapo, mientras, hizo una jaula de madera para el pájaro pudiera recuperarse de la herida y le dijo a su hija:
-         - Ya que no tuviste en cuenta las magnitudes de tu acto, te harás responsable de este petirrojo hasta que ambos estéis curados.
Durante los primeros días después del incidente, Rinaam estaba triste y a penas se movía por el poblado. Pareciera que su alegría se partiera igual que lo hiciera su brazo. Pero allá por donde iba, llevaba siempre la jaula de Fiu, el nombre que le puso al pájaro. Éste, no obstante, no dejaba de cantar y cantar, cada vez más alegre y más fuerte, a pesar de estar en cautividad y con el ala partida. Esto, que para Fiu era totalmente natural, le extrañaba cada vez más a Rinaam, pues ella creía que no podría sonreír ni jugar debido al dolor que sentía.
Una tarde, mientras lo miraba con una mezcla de enojo y curiosidad, le preguntó a Fiu:
-         - ¿Por qué no dejas de cantar? El ala debería dolerte igual que a mí pero parece que estés contento de estar así.
Fiu, extrañado, le contestó:
-         - ¿Y por qué no debería cantar? Es parte de mi naturaleza y sé que el ala se recuperará y volveré a volar como lo hacía antes.
-         - Pero, ¿no te duele ni lo más mínimo? – le preguntó enfadada y celosa.
-         - Claro que me duele, pero el dolor de no cantar y estar alegre sería mayor que éste y no es algo que quiera permitirme. Las heridas sanan con el tiempo, y preocuparse de algo que se solucionará por sí solo es totalmente inútil.
Rinaam, que aunque joven aprendía deprisa, escuchó muy atenta las palabras de aquel pequeño petirrojo y decidió hacer como él: volvería a corretear y jugar alegre, junto al canto de su nuevo amigo, al menos hasta que se le curara el brazo.
Los días pasaron entre juegos y gorjeos y no volvió a pensar en el brazo hasta el día que Sioni los llamó a ambos para quitarles los vendajes. Y fue así, al verse sin vendaje y poder volver a usar su brazo, como se dio cuenta de las palabras que Fiu le dijo aquél día:
“No importa el tiempo que tarde una herida en curarse, lo importante es no perder la sonrisa ni quedarse en el dolor, pues sonriendo al tiempo la herida no dolerá tanto y se hará más amena la espera”.

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