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08 abril 2013

Prólogo. Ya me lo temía...

Lo reconozco: me encantan los problemas. No puedo negarlo encontrándome en la situación en la que estaba en ese preciso momento. La cabeza me daba vueltas como una noria en plena temporada de feria y, sin duda, había recibido una buena paliza, pues aún tenía en la boca ese sabor a sangre tan típico de cuando te rompen la cara. Hasta el más tonto se hubiera dado cuenta de que aquello no era buena señal.

Atado a una silla, notaba como mis doloridas muñecas luchaban por soltarse de sus ataduras. No podía verlas, pero el sordo dolor que las rodeaba me demostraba que, seguramente, estarían marcadas por la fuerza de las bridas con las que me habían inmovilizado. Parpadeé varias veces, mirando hacia el suelo, esperando que las pupilas enfocaran bien la imagen antes de abrir completamente los ojos. Uno de ellos me avisaba del gran cardenal que lo rodeaba con un fuerte dolor punzante. Justo después, parte de lo que podía ver a través de él, se tornó rojo. Más sangre; sin duda, esos malditos me habían partido la ceja.

No era capaz de adivinar qué hora del día o de la noche era. Aquel almacén vacío en el que me encontraba estaba completamente a oscuras. La única luz que había era un gran foco industrial que me apuntaba desde el techo, dibujando un gran círculo en el suelo y proyectando, debajo de mí, una leve sombra.

 - Vaya, parece que te has despertado. ¿Vas a seguir sin hablar? - oí desde mi izquierda a pocos metros de mí.
Intenté girar el cuello para verle la cara, pero el leve crujido de lo que supuse que sería alguna de mis vértebras me indicó que no iba a ser buena idea. Entonces, haciendo mi mayor esfuerzo, levanté la mirada en un intento de recuperar la compostura. Podía ser estúpido, pero nunca perdería mi orgullo.
 - Ya te he dicho que no sé de qué me hablas - espeté después de escupir la sangre que se había acumulado en mi boca desde que había abierto los ojos.
 - No sé si es que eres así de estúpido o realmente no sabes nada - contestó mientras de levantaba. - Verás, esto es más fácil de lo que te empeñas que sea. Sólo dinos dónde está el archivo y podrás irte - contestó mientras resoplaba.

No sabía si era por la cantidad de películas que había visto en las que se representaba una situación similar o porque mi intuición, que pocas veces fallaba, así me lo gritaba, pero tenía la sensación de que aquello no era verdad. Sí, sabía dónde estaba el archivo, pero también sabía que, en el momento en el que le dijera realmente dónde se encontraba, me mataría. La información que contenía era demasiado importante como para dejar un simple testigo, y yo ya sabía demasiado.

Sinceramente, no me hubiera importado que me mataran. Tenía 32 años, ya había conseguido realizar la mayor parte de mis sueños y objetivos en la vida, pero me jodía no haber hecho aún aquel viaje a Japón con el que tanto había soñado. Aun así, un recuerdo fugaz de la cara de mis padres se clavó a fuego en mi sien y me hizo dar un leve gemido. Ellos no sabían nada de mí desde que todo empezara, hace cuatro días, pero no era nada extraño. Solía estar semanas enteras sin hablar con ellos pese a que, desde que me mudé a Barcelona cuatro años atrás, habláramos con suficiente frecuencia para que alguna que otra novia se burlara de mí, dando a entender que hablaba más con mi madre que con ella.

Por una parte pensé que quizá mi madre volvería a llamarme y escucharía el mensaje de mi buzón de voz, dándole instrucciones para que supiera qué hacer y cómo hacerlo, pero no estaba seguro de que se grabara correctamente el mensaje, pues hablar mientras corría no había sido tan buena idea como pensé, aunque eso lo explicaré a su debido tiempo.

Escuché detrás de mí el sonido metálico de una puerta, grande, típica de nave industrial. Si no me habían transportado mientras estaba inconsciente, seguramente estaría a las afueras de la ciudad, aunque por lo poco que podía reconocer del lugar, no era capaz de adivinar en qué polígono estaba. Esperé a que alguien más se acercara, no quería pensar que me habían dejado solo. Después de cuatro largos minutos, la soledad se hizo patente. Estaba claro que aquellos tíos me subestimaban. Quizá tuviera cara de crio, estuviera un poco gordito y no pareciera más que un estúpido hacker que no sabía dónde se había metido, pero nada más lejos de la verdad. Quizá ésta fuera mi última aventura, pero no iba a dejarme ganar tan fácilmente.

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