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17 noviembre 2013

Lo más dulce

Como un faro de luz verde
guian tus ojos a mi alma
en este mar que perdió la calma
cuando mi piel dejó de verte.

Y que en mis sueños aún grita
y reclama tu presencia
pues mis manos necesitan,
de tu piel, tu esencia.

Y que tus manos me guíen
en ese mapa que es tu piel
y que me tatúen en la sien
el camino en el que confíen

tus besos, tus manos y tu boca
para beber de tu fuente,
que, aún sin tenerte en frente
a mi alma una tormenta desboca.

Quizás sea tan sólo un espejismo
una ilusión desesperada
de un deseo que anhelaba
mi inconsciente mismo,

pero es que al estar a tu vera
el frió invierno, casi helado,
se me vuelve primavera
o, incluso, casi verano.

Y las flores a tu paso
se marchitan mas no de pena
sino de envidia maldita
al verte a ti, la más bella.

Y aunque el destino nos separe
y no haya día que no te añore
que tus ojos no estén tristes,
que por mi nunca lloren.

Pues me enseñaste lo mas dulce
lo más precioso de la vida,
que no es besarte ni sentirte
sino ver de nuevo tu sonrisa.

24 abril 2013

Capítulo 1. Génesis

6:15 de la mañana. Otro lunes despertaba en Barcelona. Antes de que sonara la alarma de mi móvil, ya estaba en pié. Desde que me habían cambiado el horario en el trabajo, me había acostumbrado a estar despierto a esas horas y ya no era capaz de dormir más allá de las ocho de la mañana ni aunque fuera festivo y la noche anterior hubiera salido a echar unas cervezas con los colegas. Llevaba ya tanto tiempo realizando las mismas tareas de forma autómata que, a veces, no llegaba a despertarme hasta llegar a la mitad de mi trayecto en el metro. Ducha, café, revisión del servidor de archivos, comprobación de temperaturas de los discos y del procesador, estado de la memoria.
Ashita, que así es como llamaba a mi ordenador personal, llevaba tres años conmigo. Lo quería como a un hijo, pues lo había montado yo mismo pieza a pieza. Durante el tiempo que habíamos estado juntos sólo tuve que apagarlo dos veces, la primera cuando se fue a luz en el edificio donde vivía. La segunda, después de varias horas sufriendo por conocer los daños de aquel corte de luz, cuando le puse un SAI para que no volviera a pasar.
Hacía años que trabajaba con ordenadores, más de veinte, así que sabía que no podía dejar que a mi pequeño lo gobernara cualquier sistema operativo, así que diseñé uno especialmente para él. Era compatible con todos los sistemas de archivos conocidos en aquel momento, pero con un sistema de cifrado tan potente que aún nadie había sido capaz de descifrar un pequeño archivo de texto. Para comprobar que la seguridad era la adecuada, había lanzado un reto a la comunidad hacker de la red para que consiguieran reventarla. De eso hacía ya más de año y medio. Por si eso fuera poco, el sistema de comunicación viajaba cifrado, no había nada que pudiera hacer y que pudiera ser rastreado por ningún gobierno, ni siquiera el norteamericano. En pocas palabras, para los ojos de cualquier usuario domestico normal, era invisible. Incluso para grandes administradores de redes o sistemas lo hubiera sido, sino fuera por el pequeño blog que tenía en la red en el que les daba pequeños consejos de configuración y seguridad. Para ellos, era Admoroux.

- Buenos días, Fran. – dijo una voz detrás del mostrador de entrada. – No haces muy buena cara, ¿estás bien?
- Buenos días, Silvia. Sí, no te preocupes, ya sabes que los lunes no suelo ser persona hasta el tercer café. – le dije mirándole a sus enormes ojos marrón oscuro. Silvia era una chica, de no más de 25 años, bella, con una sonrisa como pocas podrías ver en vida, un cuerpo de vértigo, una mente prodigiosa y dos licenciaturas y un máster en el extranjero. Había tenido que conformarse con un trabajo que no se ajustaba a sus capacidades ni su preparación. En aquel momento, la grave crisis económica por la que cruzábamos estaba llegando a su punto más alto y más cruel, pero ella siempre salía a flote de todas las situaciones. A parte de su puesto de recepcionista, le había conocido, por lo menos, siete trabajos más. A veces la encontraba en el bar de Lulo, poniendo copas, enfundada en una camiseta de los Ramones y unos shorts que dejaban al descubierto sus preciosas piernas. Otras veces la había visto en la lonja del puerto, limpiando pescado, hasta a penas una hora antes de empezar su turno en la oficina. Por las tardes, ayudaba en una tienda del barrio como dependienta.

Trabajaba tranquilo para una consultora informática, otra de tantas que explotan a los jóvenes informáticos con talento para que saquen el trabajo de ingenieros al menor precio posible. Yo estaba contento, con un trabajo así no tenía apenas responsabilidades y eso me daba cierta libertad de la que Toni no podía disponer, pues ser coordinador no era nada sencillo. Por suerte o por desgracia, el chaval, aún siendo más joven que yo, me caía bien y procuraba ayudarle en todo lo que podía, con lo que las tareas de coordinador las compartíamos pero sin que yo tuviera una sola de las responsabilidades.

Una mañana como cualquier otra, Toni me llamó diciéndome que no podría ir a trabajar ese día y que, por favor, volviera a cubrir sus tareas como otras tantas veces hiciera. La llamada me mosqueó bastante, no por la petición en sí, pues ya estaba acostumbrado y aunque no cobraba un extra por esas tareas, siempre se lo curraba conmigo y me invitaba a comer o me traía gadgets que tan bien sabía que me encantaban, sino por el tono de su voz. No discuto que era realmente Toni el que estaba al otro lado de la línea telefónica, pero el temblor que se apreciaba en su voz no era nada habitual y menos en él. Procuré tranquilizarlo todo lo que pude, dejándole claro que volvería a hacerme cargo de la oficina sin problemas y que ya le pasaría el correspondiente informe al final del día para que estuviera informado de todo. Esto era ya una rutina para nosotros, pues muchos días tenía que faltar por reuniones o viajes de última hora, así que ya lo tenía asumido. Justo antes de colgar, me dijo algo que me dejó realmente preocupado.
- Cuida del gato, por favor, ya sabes que es muy delicado. – me dijo con una voz más cercana al miedo que a la preocupación.
- Por supuesto, descuida. – le contesté sin saber muy bien porqué.
Toni no tenía gato. Es más, era alérgico al pelo de casi cualquier animal. No era nada normal que me dijera, precisamente, que cuidara del gato.
Toni, además, era muy propenso a realizar juegos de seguridad informática del tipo “sigue la pista” para que los técnicos nos fuéramos entrenando en tecnologías de desencriptación de datos y seguridad de redes. De esta manera, se aseguraba de que el valor de sus trabajadores ascendiera sin que eso implicara un aumento de sueldo. Por suerte o por desgracia, y debido a mi pasado algo turbio, él sabía que el mejor en estos juegos era yo.

Cuando tenía sólo 15 años, los ordenadores empezaron a convertirse en el centro de mi vida. Me apasionaban de tal manera que era capaz de estar muchísimas horas sin darme cuenta delante de uno de ellos. Además, por aquel entonces, tenía un amigo, Jorge, que estaba algo más adelantado que yo en el tema de internet. Aún no había estallado el boom en nuestro país y las conexiones a la red de redes eran por módems muy lentos en comparación a las velocidades actuales. Las redes no tenían el nivel de seguridad que hay ahora y pinchar una línea de teléfono desde una caja de conexiones o desde un poste era una tarea bastante sencilla.
Como los dos éramos muy inquietos, el acceso a otros ordenadores desde el nuestro se había convertido en uno de nuestros hobbies favoritos. Con el tiempo fui aumentando mis conocimientos de programación y de seguridad informática, en especial me encantaba todo lo que tenía que ver con la desprotección de programas y datos y la criptografía. Era todo un vicio. Una vez empezaba con un reto, no podía parar. Esta obsesión estuvo a punto de traerme problemas graves.

Cuando tenía sobre los 20 años, empecé a trabajar en un cibercafé del pueblo. El trabajo era sencillo: dar el cambio, poner el tiempo en los ordenadores y procurar que los equipos no fallaran. Entonces fue cuando conocí a Miguel, un chico varios años mayor que yo, que vino a verme para ofrecerme trabajo con él en otro cibercafé. Acepté el cambio porque el sueldo era sustancialmente más alto que le que tenía en ese momento y el trabajo iba a ser el mismo, así que no lo dudé ni un segundo. A los pocos días de empezar a trabajar con él, me confesó que me había visto trabajar en mis cosas en los ratos libres que tenía entre cliente y cliente y se había fijado en que prácticamente siempre estaba programando. Poco a poco me fue presentando a más gente que hacía cosas como yo, fue entonces cuando empecé a ser consciente de que me había convertido en un hacker.

08 abril 2013

Prólogo. Ya me lo temía...

Lo reconozco: me encantan los problemas. No puedo negarlo encontrándome en la situación en la que estaba en ese preciso momento. La cabeza me daba vueltas como una noria en plena temporada de feria y, sin duda, había recibido una buena paliza, pues aún tenía en la boca ese sabor a sangre tan típico de cuando te rompen la cara. Hasta el más tonto se hubiera dado cuenta de que aquello no era buena señal.

Atado a una silla, notaba como mis doloridas muñecas luchaban por soltarse de sus ataduras. No podía verlas, pero el sordo dolor que las rodeaba me demostraba que, seguramente, estarían marcadas por la fuerza de las bridas con las que me habían inmovilizado. Parpadeé varias veces, mirando hacia el suelo, esperando que las pupilas enfocaran bien la imagen antes de abrir completamente los ojos. Uno de ellos me avisaba del gran cardenal que lo rodeaba con un fuerte dolor punzante. Justo después, parte de lo que podía ver a través de él, se tornó rojo. Más sangre; sin duda, esos malditos me habían partido la ceja.

No era capaz de adivinar qué hora del día o de la noche era. Aquel almacén vacío en el que me encontraba estaba completamente a oscuras. La única luz que había era un gran foco industrial que me apuntaba desde el techo, dibujando un gran círculo en el suelo y proyectando, debajo de mí, una leve sombra.

 - Vaya, parece que te has despertado. ¿Vas a seguir sin hablar? - oí desde mi izquierda a pocos metros de mí.
Intenté girar el cuello para verle la cara, pero el leve crujido de lo que supuse que sería alguna de mis vértebras me indicó que no iba a ser buena idea. Entonces, haciendo mi mayor esfuerzo, levanté la mirada en un intento de recuperar la compostura. Podía ser estúpido, pero nunca perdería mi orgullo.
 - Ya te he dicho que no sé de qué me hablas - espeté después de escupir la sangre que se había acumulado en mi boca desde que había abierto los ojos.
 - No sé si es que eres así de estúpido o realmente no sabes nada - contestó mientras de levantaba. - Verás, esto es más fácil de lo que te empeñas que sea. Sólo dinos dónde está el archivo y podrás irte - contestó mientras resoplaba.

No sabía si era por la cantidad de películas que había visto en las que se representaba una situación similar o porque mi intuición, que pocas veces fallaba, así me lo gritaba, pero tenía la sensación de que aquello no era verdad. Sí, sabía dónde estaba el archivo, pero también sabía que, en el momento en el que le dijera realmente dónde se encontraba, me mataría. La información que contenía era demasiado importante como para dejar un simple testigo, y yo ya sabía demasiado.

Sinceramente, no me hubiera importado que me mataran. Tenía 32 años, ya había conseguido realizar la mayor parte de mis sueños y objetivos en la vida, pero me jodía no haber hecho aún aquel viaje a Japón con el que tanto había soñado. Aun así, un recuerdo fugaz de la cara de mis padres se clavó a fuego en mi sien y me hizo dar un leve gemido. Ellos no sabían nada de mí desde que todo empezara, hace cuatro días, pero no era nada extraño. Solía estar semanas enteras sin hablar con ellos pese a que, desde que me mudé a Barcelona cuatro años atrás, habláramos con suficiente frecuencia para que alguna que otra novia se burlara de mí, dando a entender que hablaba más con mi madre que con ella.

Por una parte pensé que quizá mi madre volvería a llamarme y escucharía el mensaje de mi buzón de voz, dándole instrucciones para que supiera qué hacer y cómo hacerlo, pero no estaba seguro de que se grabara correctamente el mensaje, pues hablar mientras corría no había sido tan buena idea como pensé, aunque eso lo explicaré a su debido tiempo.

Escuché detrás de mí el sonido metálico de una puerta, grande, típica de nave industrial. Si no me habían transportado mientras estaba inconsciente, seguramente estaría a las afueras de la ciudad, aunque por lo poco que podía reconocer del lugar, no era capaz de adivinar en qué polígono estaba. Esperé a que alguien más se acercara, no quería pensar que me habían dejado solo. Después de cuatro largos minutos, la soledad se hizo patente. Estaba claro que aquellos tíos me subestimaban. Quizá tuviera cara de crio, estuviera un poco gordito y no pareciera más que un estúpido hacker que no sabía dónde se había metido, pero nada más lejos de la verdad. Quizá ésta fuera mi última aventura, pero no iba a dejarme ganar tan fácilmente.

El petirrojo

Erase que se era, cuando la Tierra no era más que arena y agua, y las verdes praderas y los frondosos árboles cubrían su piel, ocurrió esta historia que os voy a contar. En un valle verde, lleno de frutales y tierra fértil, donde los animales vivían libres y en armonía, vivían los Yakats, un poblado pacífico, que trabajaba la tierra y basaban su vida en vivir en sintonía con la Madre Natura. Entre ellos vivía Rinaam, una chiquilla de 8 años de edad, con ojos vivaces y sonrisa plena, que traía locos a los jefes, pues era muy curiosa y traviesa, a la par que alegre y juguetona, y siempre se metía en líos. 
Una tarde de verano, con un Sol radiante y fiero en lo alto del cielo, Rinaam escuchó un joven petirrojo que gorjeaba en lo alto de una rama de un cerezo que había a pocos pasos del poblado. Ella, siempre tan curiosa, se sintió atraída por ese sonido, y lo buscó por entre las ramas hasta que dio con él. Se subió al cerezo y se encaramó a la rama, sigilosa, con afán de conseguir atraparlo, pues el gorjeo del petirrojo le emocionaba y lo quería para ella. Sin prestar atención a nada más, se abalanzó sobre él y la fina rama que soportaba sin problemas el peso del pajarillo, cedió ante su peso y cayó al suelo con ella. Durante la caída, al coger al ave desprevenida, Rinaam la atrapó con tal fuerza que le quebró un ala. Al golpear el suelo, su brazo también se quebró, y le obligó a gritar con fuerza por el dolor. Tapo, el jefe de la tribu y padre de Rinaam, salió corriendo hacia ella, pues nunca le quitaba ojo de encima, y la encontró en el suelo, con el brazo roto y en la mano el petirrojo que piaba también de dolor.
-         - ¿Qué has hecho, hija mía? – le preguntó con voz solemne.
-         - Nada, papá. Quería coger este pajarillo porque me gustaba su canto, pero la rama se partió y me caí al suelo – contestó con lágrimas en los ojos.
Tapo, que era fuerte y cuidadoso, la cogió en brazos y la llevó al poblado sin decirle nada más. Una vez allí, la curandera le puso un ungüento para calmar el dolor y desinfectar la herida y, con la ayuda de dos bastones sacados de la misma rama del cerezo que había partido, le vendó el brazo dejándolo inmovilizado.
-         - Por favor, Sioni, cura también al pajarito, pues no tiene la culpa de mi torpeza – le
rogó a la curandera.
Sioni, que era ya vieja y sabia, hizo lo propio con el petirrojo, dejando a ambos vendados. Tapo, mientras, hizo una jaula de madera para el pájaro pudiera recuperarse de la herida y le dijo a su hija:
-         - Ya que no tuviste en cuenta las magnitudes de tu acto, te harás responsable de este petirrojo hasta que ambos estéis curados.
Durante los primeros días después del incidente, Rinaam estaba triste y a penas se movía por el poblado. Pareciera que su alegría se partiera igual que lo hiciera su brazo. Pero allá por donde iba, llevaba siempre la jaula de Fiu, el nombre que le puso al pájaro. Éste, no obstante, no dejaba de cantar y cantar, cada vez más alegre y más fuerte, a pesar de estar en cautividad y con el ala partida. Esto, que para Fiu era totalmente natural, le extrañaba cada vez más a Rinaam, pues ella creía que no podría sonreír ni jugar debido al dolor que sentía.
Una tarde, mientras lo miraba con una mezcla de enojo y curiosidad, le preguntó a Fiu:
-         - ¿Por qué no dejas de cantar? El ala debería dolerte igual que a mí pero parece que estés contento de estar así.
Fiu, extrañado, le contestó:
-         - ¿Y por qué no debería cantar? Es parte de mi naturaleza y sé que el ala se recuperará y volveré a volar como lo hacía antes.
-         - Pero, ¿no te duele ni lo más mínimo? – le preguntó enfadada y celosa.
-         - Claro que me duele, pero el dolor de no cantar y estar alegre sería mayor que éste y no es algo que quiera permitirme. Las heridas sanan con el tiempo, y preocuparse de algo que se solucionará por sí solo es totalmente inútil.
Rinaam, que aunque joven aprendía deprisa, escuchó muy atenta las palabras de aquel pequeño petirrojo y decidió hacer como él: volvería a corretear y jugar alegre, junto al canto de su nuevo amigo, al menos hasta que se le curara el brazo.
Los días pasaron entre juegos y gorjeos y no volvió a pensar en el brazo hasta el día que Sioni los llamó a ambos para quitarles los vendajes. Y fue así, al verse sin vendaje y poder volver a usar su brazo, como se dio cuenta de las palabras que Fiu le dijo aquél día:
“No importa el tiempo que tarde una herida en curarse, lo importante es no perder la sonrisa ni quedarse en el dolor, pues sonriendo al tiempo la herida no dolerá tanto y se hará más amena la espera”.